La palabra “otaku” es como una contraseña. Uno de esos términos que todos creemos saber más o menos qué significan, que seguro viste en un perfil de Twitter o escuchaste en una charla pero que no quisiste profundizar por las dudas de meter la pata. Es un término con una historia a veces dolorosa pero que hoy identifica a una de las culturas más complejas e inclusivas entre las comunidades de entusiastas conocidas como “fandom”.
En su definición más básica (y necesariamente reductiva) el “otaku” no es más que el fanático de la animación japonesa, mejor conocida como “animé” en Argentina y “ánime” con acento en la “a” en otros países.
Pero un chico de 9 años que ve “Dragon Ball” de vez en cuando probablemente no sea un otaku. En general el término se usa para describir a un entusiasta específicamente de este estilo de dibujos animados que ya superó la infancia y que, como cualquier miembro de una tribu urbana, hace de su fanatismo parte de su identidad a través de remeras, tatuajes, y objetos coleccionables como estatuillas y videojuegos.
La expresión viene directamente de Japón, país en el que se usa desde principios de los ‘80 para describir cualquier tipo de fanatismo obsesivo (no solo con el animé), y donde cargaba una connotación profundamente despectiva. El otaku estereotípico es antisocial, poco productivo, y suele tener una fijación sexual con sus personajes favoritos. Una caricatura de la que existen pocos ejemplos en la vida real.
Poco tiempo después de la incepción del término en los medios japoneses, los mismos devotos del animé decidieron desafiar el estereotipo, apropiarse de la palabra “otaku” y usarla para autodefinirse, no con vergüenza, sino con orgullo.
El animé televisivo nace en Japón en los ‘60 con el fenómeno de “Astro Boy”, y poco después invade el mundo a través de éxitos de exportación como esa serie del niño robot, “Meteoro”, “Mazinger Z” y “Heidi”. Durante décadas el género está apuntado a un público infantil, pero a fines de los ‘70 directores como Yoshiyuki Tomino (“Gundam”) y Hayao Miyazaki (“Conan, el Niño del Futuro”) introducen temáticas maduras a sus series y películas, que conectan con un público adolescente y adulto.
En los ‘80 empezaron a surgir en Japón los primeros estudios de animación fundados por profesionales que crecieron con Mazinger y Astro Boy. Estos nuevos animadores se autodefinen como otakus y crean nuevas series diseñadas para fanáticos que vibran en esa misma frecuencia. Son ambiciosas historias de ciencia ficción y fantasía que no tienen miedo a lidiar con temas tan serios como la muerte, el amor, y el deber.
La ambición del animé de esa era no solo es temática sino también estética. Mientras la animación norteamericana calca el modelo narrativo de los largometrajes de Walt Disney, el animé toma su inspiración del cine experimental, los videos musicales, y los innovadores cómics japoneses (“manga”). Es un estilo de animación estilizado, postmoderno, agresivo y de una intensidad dramática que hasta entonces no se había visto en televisión.
En Sudamérica el animé arrasó cual tsunami con la televisión infantil. Después de una generación que tuvo que tolerar el militarismo antiséptico de G.I. JOE y las moralejas flácidas de He-Man, los niños de los ‘90 tuvieron la violencia casi operística de “Dragon Ball Z”, la mitología remixada de “Los Caballeros del Zodíaco” y el empoderamiento femenino que se podía ver en series como “Sailor Moon” y “Ranma ½” - no solo protagonizadas sino creadas por mujeres.
Y con el animé, llegó el término “otaku” a Argentina - aunque sin las connotaciones negativas que aún tiene en otros países del mundo.
A fines de los ‘90, el animé era tan popular que había varias revistas mensuales dedicadas al tema, canales como Big y Magic que dedicaban horas de su programación a todas las series japonesas que pudiesen encontrar (sin importar su calidad), y proyecciones en salas de cine organizadas por los propios otakus locales, que traducían y subtitulaban las series recién lanzadas en Japón.
La crisis económica de 2001 fue devastadora para una subcultura que dependía del contenido importado. Las revistas locales cerraron, los eventos se hicieron insostenibles para el bolsillo de fans y organizadores, los canales dejaron de licenciar series japonesas, y la llegada de merchandising y DVDs desde el exterior se redujo a cero.
El renacimiento de estos últimos años se debe al crecimiento de Internet, que permite acercar a las comunidades y (seamos sinceros) piratear todo el animé que quieras ver en tu vida.
Pero el otaku moderno, claro, es muy distinto al de esa década.
Los canales de televisión ya casi no pasan animé, limitándose a nuevas temporadas de series como Dragon Ball y Pokémon. La tele de aire ha eliminado casi por completo la programación infantil con la excusa de que no vende publicidad, y el cable prefiere cuidarse de las mismas temáticas maduras que elevaron al género pero que significaron cuantiosas multas a los canales que los transmitían.
Pero hasta la piratería ha cedido en los últimos años en los que el streaming ha tomado la posta. Crunchyroll es un servicio de video dedicado exclusivamente al animé, que permite a sus usuarios ver las nuevas series al mismo tiempo que se transmiten en Japón. Esto globaliza el fanatismo, y, por ejemplo, una muerte de “My Hero Academia” (el animé del momento) se puede volver tendencia en todo el planeta sin “spoilear” nada a nadie. Hasta Netflix ha prestado atención a este cambio y hoy gasta millones en financiar nuevas series animadas en Japón.
La comunidad también cambió. Esos primeros otakus dependían de revistas como “Lazer” y “RAN: Robot Argentino Nipón” para profundizar en su obsesión, mientras que ahora cada serie tiene su propio foro de discusión en plataformas como reddit, además de incontables grupos de facebook dedicados a los aspectos más esotéricos de esta subcultura.
Esas proyecciones que antes se daban en salas de cine y en la matinee de boliches dark ahora son parte de convenciones masivas que suelen durar un fin de semana y convocan miles de fanáticos en espacios de Buenos Aires (Jardín Japonés, Centro Galicia, Colegio San José) y el resto del país. Son eventos dedicados al “cosplay” (el arte de la caracterización de personajes), el karaoke, la venta de artesanías y objetos usados, y la oportunidad de conocer a figuras clave del fandom otaku como los actores mexicanos que doblan las voces de los dibujos animados con los que crecimos.
Pero lo que realmente impacta es la diversidad de la cultura otaku moderna. En estas convenciones se ve una distribución casi equitativa entre hombres y mujeres, y comparten los mismos espacios los nostálgicos de 40 que buscan la estatua de Goku perfecta con chicas de 15 que están más interesadas en disfrazarse de sus personajes favoritos.
Por supuesto, como toda cultura de raíces nerd, tiene sus autodenominados guardianes - los que se han otorgado a sí mismos la potestad de decidir quién puede (o no) ser otaku. Estos defensores de la pureza de su fandom exigen a los nuevos participantes demostrar que su relación con lo que aman no esté basada en el placer sino en una acumulación de conocimiento digna de un monje medieval. Son generalmente hombres, generalmente mayores de 30, y, hoy (por suerte) son ignorados por una nueva camada de fanáticos que no necesita dar cátedra sobre lo que ama sino simplemente disfrutarlo.
La industria del animé se especializa en los nichos y por eso el otaku es naturalmente inclusivo. El punto de entrada suele ser el “shonen” que es el subgénero dedicado a niños adolescentes, y que incluye clásicos como “Dragon Ball”, “Naruto” y “One Piece”, pero desde ahí se puede diversificar en distintas direcciones. El animé apuntado a un público femenino, por ejemplo, es el “shojo”, pero también hay subcategorías como “isekai”, específicamente de fantasía, y “yaoi” y “yuri”, de temática gay/lésbica.
La comunidad otaku no discrimina por edad, sexualidad o nacionalidad. Por eso otros fandoms gravitan hacia el animé aunque no lo consuman periódicamente. Estos eventos masivos abren sus puertas a los “gamers” (en especial a los fanáticos de los juegos retro), competencias de juegos de cartas coleccionables como Magic y Yu-gi-oh, y las “armies” de entusiastas del pop coreano.
Y si la comunidad es inclusiva, el término también lo es. La palabra “otaku” nació para describir a un puñado de bichos raros y hoy dejó atrás el estigma para convertirse en una bandera que millones llevan con orgullo, un insulto que terminó siendo el combustible de una verdadera cultura alternativa.