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Hay recitales que se escuchan. Algunos se sienten. Y después está lo de Oasis en River, que directamente se juega. La crónica de dos noches históricas tras el regreso de la banda inglesa después de 16 años.

Anoche no entré a un estadio: entré a una cancha. Una cancha en modo final. Ese clima que tiene algo de peligro, algo de euforia, algo de hermandad instantánea. Esa intuición que te avisa que lo que está por pasar no es normal. Porque no lo fue: Oasis despertó una marea humana que solo el fútbol argentino explica.
Lo primero que me sorprendió no fue el sonido, ni las luces. Fue la gente. La cantidad inabarcable de gente. Nunca vi a River así: todo el mundo con remeras, camperas, buzos, banderas. Merch oficial, merch viejo, merch inventado. Pibes de 16 con la tapa de Definitely Maybe, familias enteras con la cara de Liam en la espalda, generaciones cantando canciones que nacieron hace 30 años y se viven como si hubieran salido ayer.
Había abrazos entre desconocidos, gritos compartidos entre personas que jamás se habían visto, esa forma tan nuestra de armar familia en media hora. Oasis no encontró un público: encontró una hinchada.
A veces uno cree haber visto todo. Y entonces pasa esto. En River no se cantaba: se invocaba. Cuando miles de manos se levantaban al cielo siguiendo a Liam cual chamán, no era acompañamiento. Era ritual. Entendí por qué ellos insisten en que estos shows son “biblical”. No es exageración inglesa: hay algo místico, algo de ceremonia, un fervor que no pide permiso. Y lo increíble es que la banda lo siente. Se les nota.
En Don’t Look Back in Anger, Noel se quebró apenas un segundo. Una emoción microscópica, la clase de emoción que aparece solo cuando alguien entiende que lo que tiene enfrente lo supera. Lo vimos todos en la pantalla gigante: la mirada perdida por un instante, como intentando procesar ese canto monumental que venía de abajo. No fue actuación. Fue impacto.
Porque sí: somos su público favorito. Lo dicen siempre y se vio claro que no es verso.
Hay algo hermoso en este encuentro. Un puente improbable. Ingleses que admiran a los argentinos. Argentinos que crecimos escuchando a ingleses que, de alguna manera, nos entienden más de lo que admiten. Este fin de semana la música borró cualquier tensión histórica y dejó en el aire una evidencia: lo que la política separa, las canciones lo abrazan. Lo vimos cuando proyectaron la foto de Diego en Live Forever y el estadio explotó. No fue gesto diplomático: fue respeto real. Y ahí entendí algo: Oasis nos admira por nuestra intensidad. Por nuestra pasión. Esa que no necesita ni una gota de alcohol para ser la más ruidosa del planeta: “Son los número uno, los malditos número uno, incluso sin alcohol, son unos malditos locos”, dijo Liam entre chistes muy a su estilo.
Luego tuiteó: “Todos los públicos han sido bíblicos, no discriminados, no hemos tenido malos públicos, pero Argentina es algo especial, es un hecho”. Esta es la conexión de la que hablo.
Y algo que no quiero dejar de resaltar y considero fundamental: después de 16 años separados podría haberse sentido forzado, distante o apenas correcto este show. Pero pasó lo contrario. Muchos regresos fracasan porque no hay conexión en el escenario. La música suena, sí, pero no hay pulso compartido. A Oasis eso no le pasó. Noel y Liam no necesitan mirarse para estar tocando la misma historia. Hay un entendimiento musical que sobrevivió a todas las peleas, silencios y rencores. Eso es lo que vuelve esta reunión tan potente: la música quedó por encima del conflicto.
Vi a Noel preciso, entregado al detalle, el verdadero señor inglés; a Liam firme, icónico, sosteniendo su personaje como solo él puede; y a la banda funcionando como un engranaje que jamás perdió la alineación. Como si el tiempo se hubiese detenido en 2009 y de repente hubiera empezado a correr de nuevo. Ese es el núcleo del fenómeno: Oasis genera devoción mundial porque sus canciones, su identidad y su presencia escénica son más fuertes que cualquier grieta personal. La gente no va solo a escuchar hits: va a presenciar una historia de la que todos somos parte.
Después de ver esa potencia arriba del escenario, lo único que quedaba era dejar que el cuerpo lo terminara de entender. Porque hay cosas que desde lejos se admiran, pero desde adentro se revelan. Y yo pude probar las dos orillas. El sábado tuve el privilegio de mirar todo desde el palco. Una vista del mar de gente que late, se expande, grita, poguea se sacude y vuelve a calmarse solo para explotar de nuevo. El domingo en campo delantero. Full experience: el pogo, la trinchera de verdad. Porque una experiencia así hay que verla desde todos los ángulos: desde arriba, como quien contempla un fenómeno; y desde abajo, como quien se deja arrastrar por él.
Argentina tiene muchas cosas difíciles de explicar. Pero este fin de semana tuvimos una prueba más de algo que sí sabemos: nadie vive la música como nosotros. No sé si somos el mejor público del mundo (en realidad sí), pero sí sé que nadie canta con esta entrega, nadie arma comunidad tan rápido, nadie convierte un recital en un ritual tan profundo.
Oasis no dio un show. Fuimos nosotros quienes dimos un show. Y ellos vinieron a mirar.

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