ACLARACIÓN: esta reseña puede contener spoilers de los primeros cuatro episodios.
Cuando Netflix piensa en “series argentinas”, sin dudas, el fútbol es un tema de conversación. Después de “Apache, la Vida de Carlos Tévez”, llega “Puerta 7”, un drama criminal que se mete en los entretelones del ficticio Ferroviarios Fútbol Club, un equipo de primera división que, como tantas otras instituciones se debate entre el deporte, la política y la violencia (y mala influencia) que generan las barras bravas. Extrañamente, detrás de este proyecto -el tercero original para nuestro país en la plataforma de streaming- se encuentra Martin Zimmerman, guionista y dramaturgo estadounidense (aunque de madre argentina) que guarda una estrecha relación con nuestra cultura y esta pasión de multitudes.
Guionista de “Ozark” y “Narcos”, entre otras cosas, Zimmerman une fuerzas con Pol-Ka para llevar adelante esta producción que, de entrada, le puede resultar ajena. Y un poco se nota, porque a pesar de la conexión y el fanatismo por el deporte, ¿qué puede saber (o entender) un joven norteamericano (que sólo pisó una cancha argentina una vez en su vida) sobre la idiosincrasia nacional? Y ahí es donde aparece el verdadero problema de “Puerta 7”, un relato que vuelve a romantizar la miseria, perpetuando estereotipos latinoamericanos: el pobre no puede evitar ser un delincuente, mientras que el rico se sale con la suya o aún peor, se convierte en el salvador del más necesitado.
Todos estos elementos se pueden apreciar desde el primer episodio y no van mejorando con el correr de los capítulos (ocho, en esta primera temporada). Patricio Vega (“Los Simuladores”) tiene a su cargo los guiones, mientras la dirección vuelve a caer en manos de Adrián Caetano, un realizador preciso y muy experimentado, responsable de “Pizza, Birra, Faso” (1997), “Un Oso Rojo” (2002), la mencionada “Apache”, “Tumberos” (2002) y “El Marginal”, donde hizo escuela retratando la decadente situación de ciertos sectores de la sociedad ligados a la desocupación, la marginalidad y la creciente delincuencia que se desprende la crisis económica. Sus fuertes: el lenguaje callejero y cotidiano, el drama familiar, un trasfondo criminal y algunas escenas de acción que suman espectacularidad, no alcanzan en el caso de “Puerta 7”, un producto que no deja en claro cuáles son sus intenciones ni su verdadero conflicto.
Todo arranca un día de partido cuando Lomito (Carlos Belloso), líder de la barra brava de Ferroviarios, es atacado en la popular por el emisario de algún enemigo que intenta ganar territorio en el barrio. El atentado dispara una guerra violenta contra Sosa, otro mafioso que quiere hacer sus propios negocios en la zona y traficar con sus drogas sin tener que rendirle cuentas a nadie. La disputa pone en alerta al presidente del club (Antonio Grimau) que, en vísperas del final de un nuevo torneo y un triunfo necesario para el futuro de la institución, decide contratar los servicios de Diana (Dolores Fonzi), abogada, nieta de uno de los fundadores y directora de una ONG que ayuda a los niñitos desamparados del barrio.
Sin ninguna experiencia en la materia, pero con toda la honestidad a cuestas (dijimos que es abogada, ¿no?), Diana se convierte en la incorruptible jefa de seguridad del club, asistida por los servicios de un duro ex policía (Daniel Aráoz) que va a chocar con Lomito y sus muchachos desde el día uno. A su llegada, la chica intenta poner las cosas en orden, aumentar las medidas de seguridad en la cancha y poner a raya a los delincuentes para evitar que la violencia se desborde. Claro que cada una de sus acciones provoca todo lo contrario, y el malestar del líder barrabrava y su mano derecha (Esteban Lamothe) pronto se hace notar en amenazas poco sutiles y ataques directos.
“Puerta 7” deja bien en claro como es el infame mundillo (y acá nadie lo discute) de estas mafias asociadas a los clubes deportivos y a la política, que se pasean sin impunidad por la vida y los barrios. El problema de la producción de Zimmerman es su “visión hollywoodense”, donde las bandas parecen asociaciones gansteriles más cercanas a los narcos mexicanos o a los villanos de “CSI Miami” que, oh casualidad, también son narcos mexicanos. En el otro extremo, tenemos al joven Mario, pobre pero bueno, que intenta ayudar a su papá y ganarse el mango de forma honesta. Como la vida no es justa, termina arrastrado a este saco de delincuencia que lo seduce y corrompe casi inmediatamente. Lo que se dice, el camino fácil.
También tenemos que sumar algunas internas y movidas peligrosas por parte del tesorero de Ferroviarios (Juan Gil Navarro), alguien cuyas intenciones no están tan claras (todavía). Él parece manejar los hilos detrás de estas confrontaciones entre mafiosos, la traición hacia Lomito y el sospechoso apoyo al trabajo de Diana, sabiendo que es un blanco fácil en este universo plagado de hombres violentos. “Puerta 7” -que hace referencia a la entrada de los locales- intenta vendernos esta noción de “una mujer peleando en el terreno masculino. Hasta ahí, todo bien, pero nada en el personaje de Fonzi nos resulta creíble, más cuando nos muestran esta “abanderada de los humildes” tomando vinito en copa y comiendo sushi junto a su novia, en contraste de los choripanes de cancha, la pizza de barrio o las milanesas caseras que consumen la mayoría de los personajes de esta historia. Poner polenta quedaba un poco mal, ¿no?
Estos extraños arquetipos que se cuelan, rompen constantemente el verosímil de una trama bastante reconocible para el espectador local empapado de la pasión futbolera y sus entretelones. Imposible imaginar, por ejemplo, a Ferroviarios como un club de primera, cuando sus destartaladas instalaciones se asemejan mucho más a las peores épocas de Chacarita Juniors, en vez de a un Boca o un River a punto de ganar otra vez un campeonato. Ahí vuelve a surgir el problema de la ‘visión de afuera’ para retratar un producto tan localista, queriendo vender una imagen romantizada (de su idea) de la pobreza, la marginalidad y la violencia que no parece tener matices.
Entre los grandes inconvenientes (formales) de la serie tenemos algunas sobreactuaciones y los diálogos que, a veces, resultan improvisaciones sin mucha sustancia, y otras se nos presentan como alocuciones telenovelescas más dignas de una Andrea del Boca. No parece haber un punto medio, porque no hay personajes medios en este relato sin un verdadero conflicto central, que sólo avanza a partir de una serie de eventos encadenados que se suceden como acciones y reacciones. El plan de Zimmerman es mostrar este microcosmos, pero no parece haber una idea narrativa concreta, más allá del fútbol que lo conecta todo.
Caetano sabe cómo filmar y se luce cuando quiere sumar espectacularidad y ese toque de acción hollywoodense. La puesta en escena (aunque responda a esos estereotipos dañinos que ya mencionamos) ayuda al conjunto -sobre todo lo referente a Ferroviarios-, pero nunca encontramos un punto de conexión con los protagonistas, ni con ese conocido ritual de la cancha y la pasión por los colores, acá, totalmente ligada al mundo masculino, perpetuando una imagen tóxica y equivocada que ya no corresponde al siglo XXI.