Muchos establecen el final de la tercera Edad de Oro de la televisión alrededor de 2009, después del estreno de series como “Mad Men” (2007-2015) y “Breaking Bad” (2008-2013) -curiosamente, ambas de la cadena AMC-, ‘herederas’ (si se quiere) de “Los Soprano” (The Sopranos, 1999-2007), “Six Feet Under” (2001-2005) o “The Wire” (2002-2008), productos de canales premium (bah, todos son de HBO) que marcaron una era de calidad y creatividad más asociada a la pantalla grande, que a la mal llamada “caja boba”. La proliferación de emisoras, la sobreproducción masiva y el devenir (y popularidad) de las plataformas de streaming comenzó a modificar nuestros hábitos como espectadores, pero todavía faltaba el arribo de un nuevo fenómeno: los géneros popularizados.
Cosas como el terror, la ciencia ficción y la fantasía, sobre todo en la TV, se consideraban productos de ‘nicho’, o sea, para un público muy específico, incapaces de generar un verdadero suceso de audiencia. El estreno de “The Walking Dead” en 2010 empezó a demostrar lo contrario, pero la creciente popularidad de “Game of Thrones” -y todos los ‘clones’ que le siguieron- dejó más que en claro que hay un lugar para los géneros cuando el producto se apega a esas mismas reglas de calidad y creatividad que mencionamos en el primer párrafo.
El 17 de abril de 2011, Home BoxOffice se la volvía a jugar con una de sus apuestas más ambiciosas: la adaptación de “Canción de Hielo y Fuego”(A Song of Ice and Fire), saga literaria épico-fantástica (todavía inconclusa) escrita por George R. R. Martin, que nos traslada a un ficticio continente pseudo medieval donde las intrigas palaciegas, el sexo, la violencia y los elementos fantásticos están a la orden del día. David Benioff y D. B. Weiss se paparon a la cabeza de este drama ambientado en Westeros (Poniente) y Essos que, de entrada, nos advierte que no debemos encariñarnos con ninguno de sus protagonistas.
“Game of Thrones” llegó a la pantalla chica alardeando valores de producción que no tenían nada que envidiarles a los grandes productos de la BBC, y sus filmaciones en imponentes escenarios reales como Belfast (Irlanda) y otros lugares del Reino Unido, a los que pronto se sumaron Canadá, Croacia, Islandia, Malta, Marruecos y España. El multitudinario elenco que conforman los Siete Reinos y más allá, también fue una de las claves de este éxito que se empezaba a gestar, y que apenas presumía algunos nombres reconocidos como el de Sean Bean (Lord Eddard Stark), Mark Addy (Robert Baratheon) o Lena Headey (Cersei Lannister). El resto te podía ‘sonar’ de algún lado o empezaban a dar sus primeros pasos en el show business sin ser conscientes del fenómeno pop que estaban protagonizando.
Parece que ocurrió hace mil años, pero la creación de Benioff y Weiss llegó a su fin después de ocho temporadas y 73 episodios, el 19 de mayo de 2019, convertido en el show más visto y premiado de HBO… y de la historia de la televisión: la serie recibió 58 premios Emmy-y un total de 161 nominaciones, otro récord-, incluyendo el de Mejor Drama por cuatro temporadas consecutivas (2015, 2016, 2018 y 2019). Nada de esto es garantía de calidad absoluta o la exime de criticismo, algo de lo que no pudo escapar esa última entrega muy poco satisfactoria para esa misma base de fans que la convirtió en un producto indiscutido de la cultura pop siglo XXI. Dejando de lado la desilusión y las ganas de venganza cual ejército de White Walkers, nada puede borrar la impronta que “GoT” dejó en las páginas de la historia de la TV, una que muchos intentan imitar -“la próxima “Game of Thrones”-, pero pocos (o ninguno) podrán igualar. Pensemos que es como el cometa Halley de las series: un fenómeno que se da cada 75 años, aproximadamente.
Stark, Lannister, Targaryen, Winterfell, King's Landing, Night King, Drogon, acero valyrio son apenas algunas de las palabras que se sumaron a nuestro vocabulario desde el año 2011 y, posiblemente, nunca nos abandonen. Primero, porque el idilio con Westeros todavía no se acabó, ni en la TV -se viene el primer spin off planeado por la cadena-, ni en los libros, donde Martin todavía nos debe los dos últimos volúmenes y SU conclusión. Claro, llegó ese momento en que la serie se tuvo que adelantar a la saga literaria y tomar su propio camino, aunque todavía no sabemos cuánto se desvió de las ideas originales del autor.
Nada de esto importa realmente, como ya dijimos, porque el mal sabor de boca de algunos episodios -y ciertos temas que se pudieron haber evitado, como la violencia sexual- no borra el disfrute y los momentos compartidos (y sufridos) con estos personajes que aprendimos a amar y odiar, siempre obligándonos a tomar partido y elegir en qué vereda nos queremos parar (siempre la de los Strak).
*Suena el tema principal compuesto por Ramin Djawadi y el corazón se empieza a acelerar porque es domingo y un nuevo capítulo nos reúne frente a la pantalla, con la constante incertidumbre de quien va a terminar ocupando el incómodo y ambicionado Iron Throne en este juego de intrigas y traiciones que solo ofrece dos opciones: ganar o morir.