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Cine y series #Midsommar

Análisis | El terror sofisticado de Midsommar

Ari Aster sigue consolidando su lugar dentro del nuevo cine de terror con una historia tan atrayente como perturbadora. 

Análisis | El terror sofisticado de Midsommar

Con “El Legado del Diablo” (Hereditary, 2018), Ari Aster entró de cabeza en el panteón de los ‘nuevos realizadores del terror’ -codo a codo con Jordan Peele (“¡Huye!”) y Robert Eggers (“La Bruja”), entre otros- gracias a su destreza visual, su estilo estilístico y la combinación de los mejores elementos del género y los de un drama familiar más que perturbador. Con “Midsommar: El Terror no Espera la Noche” (Midsommar, 2019), el joven realizador neoyorquino pretende redoblar la apuesta y aunque su cuidado relato se puede ‘encasillar’ dentro del horror folclórico, la narración responde mucho más a la de un thriller de misterio con mucho subtexto antropológico.

Queda bien en claro que a Aster no le interesa asustar, sino explorar la naturaleza humana a través de temas y situaciones bastante cotidianos con los que cualquiera se puede relacionar. Si en “Hereditary” se trataba del duelo, en esta segunda película el director y guionista se mete con las relaciones amorosas de una joven parejita y cómo ese amor/confianza se empieza a ‘debilitar’. Claro que nada es tan simple y Aster convierte lo metafórico en literal, incomodando al espectador (y a sus protagonistas) en el camino.  

Dani Ardor (la imparable Florence Pugh) es una estudiante de psicología que divide su tiempo entre una relación tambaleante con Chrsitian (Jack Reynor) -graduado en antropología- y las preocupaciones por el estado emocional de su hermana Terry, joven con trastorno bipolar. La familia es uno de los tópicos que más resuena durante las discusiones de la pareja, pero todo cambia tras una tragedia que pone la vida de Dani en un parate casi total. Para distanciarse de los problemas, y de su novia contrariada, Christian planea unas vacaciones veraniegas con un grupo de amigotes, tan insensibles como él: la idea es aceptar la invitación de su amigo Pelle (Vilhelm Blomgren) para visitar Hårga, una comuna ancestral en Hälsingland (Suecia) que celebra el solsticio de verano con un festival que sólo se lleva a cabo cada 90 años.

Ni Mark (Will Poulter) ni Josh (William Jackson Harper) se van a perder esta oportunidad de conocer chicas, tomar cerveza y plantear su tesis, en el caso de este último, mientras aprenden de las milenarias (y paganas) costumbres suecas. Claro que los planes cambian cuando Dani se entera del viaje y acepta la torpe invitación de Chris para unirse a la travesía a pesar del dolor con el que todavía carga.

Ahí donde fueres...

Hårga es idílica y paradisíaca, un espectáculo pintoresco para estos forasteros no iniciados, hasta que el mentado festival da comienzo y los ritos más extraños (y violentos) salen a escena. No todos dentro del grupo de amigos y otros invitados de Pelle ven estas costumbres con buenos ojos y las tensiones se empiezan a acumular entre los extranjeros y los habitantes de la comunidad que sólo siguen sus tradiciones.

A partir de este punto la trama va in crescendo hasta alcanzar su climax. Aster propone un viaje casi alucinógeno, una experiencia (que atraviesa al espectador) plagada de simbolismos, analogías, colores y formas, emparentadas con las conductas más primigenias del ser humano y esa rica mitología escandinava de la que tomó nota el cristianismo. El resultado, posiblemente, no sea para todos, mucho menos para aquellos que se impresionan fácilmente, pero el realizador se la juega, se corre de todos los convencionalismos del género -en un principio, la coproducción sueca giraba en torno a un slasher mucho más clásico, idea que descartó- y apela a los sentidos de la audiencia, incomodándolo escena tras escena.

Un lugar no apto para parejas

No tanto por su iconografía y sus imágenes más explícitas (bueno, también por esto), sino por el lugar donde Ari nos obliga a pararnos. Somos como el tercero en discordia en medio de una discusión de pareja, justo cuando estos se empiezan a revolear los platos. Así decide exorcizar su propio rompimiento amoroso y el resultado es cine puro. Sí, sabemos que la película lleva varios meses dando vueltas en las mantitas y que el estreno local se demoró demasiado, pero “Midsommar” es de esas historias que ganan gracias a la experiencia cinematográfica de la sala oscura.

La inquietante banda sonora de The Haxan Cloak, la fotografía de Pawel Pogorzelski (el mismo de “Hereditary”), y por sobre todo la actuación de Pugh son los pilares dramáticos de este relato cuya lectura conclusiva, tal vez, no cae tan bien. No vamos a entrar en terreno de spoilers, pero ahí es cuando el realizador deja escapar su lado más pretencioso (¿en el buen o mal sentido?) y posiblemente más masculino, repitiendo algunos estereotipos que la industria (y la sociedad, en general) están tratando de reparar. Queda claro que a Aster le gusta jugar con algunos de estos tropos y resignificarlos (el grupo de amigos es prueba de ello), pero no queda bien parado cuando se trata de la protagonista y su estocada final.      

Con “Midsommar” Aster refuerza su toque de autor y destreza detrás de las cámaras, pero acá se pierde más en las formas y los simbolismos, desatendiendo la narrativa.  

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