La entrada en vigencia de la Ley Bitcoin toma lugar bajo un contexto institucional preocupante.
Sobre el pasado mes de mayo la Asamblea Legislativa, de mayoría oficialista, destituyó a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al fiscal general del país, funcionarios que habían investigado y emitido veredictos contrarios a las políticas del presidente.
La medida, que afectó a los cinco jueces titulares y a los cuatro suplentes de la Sala, se aprobó como se hacen las cosas en el oficialismo, de manera exprés y sin el trámite parlamentario habitual.
Con los magistrados destituidos, la mayoría oficialista aprobó los nuevos jueces para la Sala de lo Constitucional y un nuevo fiscal general, escenificando al poder Ejecutivo, Judicial y Legislativo como extensión de una única figura.
En los últimos días se conoció que ese mismo cuerpo prácticamente estrenó funciones emitiendo una resolución que habilita la reelección presidencial inmediata, algo prohibido en la Constitución del país.
Hasta ahora, los presidentes de El Salvador, que tienen un mandato de cinco años, no podían renovarlo por un periodo inmediato.
Pero los jueces dieron un giro con una nueva lectura del texto al sostener que la interpretación había estado errada y que en realidad la Constitución permite que un ciudadano puede ser presidente por un máximo de 10 años.
Lógicamente los sectores afines a Bukele y su espacio celebraron la noticia en tanto la oposición la criticó duramente.
El partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena) planteó que “la búsqueda por perpetuarse y la concentración de poder es la antesala a una dictadura”.
En sintonía con la región y más puntualmente con el triángulo centroamericano, lo innovador de la ley Bitcoin no escapa al aprovechamiento de una popularidad coyuntural para erosionar los pilares de la democracia y buscar garantizar la continuidad en un Ejecutivo sin contrapesos y con la fecha de salida como nuevo interrogante.